Xataka – Francia ha empezado una frenética contrarreloj: cada minuto que pasa es un pedazo de joya napoleónica que jamás recuperará
Desde el mismo momento que se conoció el robo de las joyas napoleónicas en el interior del Louvre de París, Francia inició dos carreras paralelas donde se buscaba tratar de recuperar parte del botín. La primera no le duró mucho. Al día siguiente constató que no iba a recibir ni un euro por parte de los seguros porque lo impedía la ley francesa. La segunda y más complicada, es una carrera contrarreloj, porque cada segundo que pasa es una pieza que posiblemente no se podrá recuperar.
Un mercado negro global. Contaba esta semana The Wall Street Journal que el asalto al Louvre ha activado inmediatamente el ecosistema semiclandestino por el que circula el arte robado y, en particular, las joyas históricas: un circuito internacional que mueve miles de millones y que conecta talleres de corte de diamantes en Dubái o Delhi con joyeros discretos en Nueva York, Amberes o Tel Aviv.
La prioridad ahora no es solo recuperar las piezas, o las que puedan, sino hacerlo antes de que entren en ese circuito y sufran el destino más temido: ser desmanteladas, separadas de su montura y convertidas en gemas anónimas y oro fundido sin pasado.
Las joyas no son cuadros. A diferencia de un Picasso o un reloj seriado, una joya robada puede desensamblarse en minutos: el oro funde, el diamante se recorta, las esmeraldas se recolocan y la trazabilidad histórica desaparece. Aunque pierdan su prima por valor simbólico napoleónico, conservan su valor como materia prima.
La coyuntura refuerza el incentivo: la onza de oro supera los 4.000 dólares tras subir un 60% en un año, detonando una ola de robos metálicos por toda Europa. Y a diferencia del arte pictórico, las gemas antiguas carecen de micrograbados o bases de datos universales que permitan bloquear su salida al mercado: una vez partidas y reubicadas, desaparecen.
El método. Contaban los medios esta semana que el golpe combinó velocidad y atrevimiento, pero dejó un rastro impropio de un comando profesional: los asaltantes usaron un elevador de mudanzas para acceder por una ventana superior, reventaron vitrinas con radiales y huyeron en scooters… dejando abandonados el propio elevador, las herramientas, parte del disfraz (chalecos de obra) e incluso una corona imperial del siglo XIX con 1.400 diamantes y 56 esmeraldas.
Para exagentes especializados, esto aleja el perfil Pink Panthers (grupos disciplinados que no dejan rastro) y sugiere un equipo audaz pero técnicamente flojo, capaz de entrar, pero no de maximizar valor ni minimizar exposición.
Qué harán ahora los ladrones. Para el Journal, si el museo no paga recompensa ni admite negociación, el único camino comercial viable es el despiece y la atomización: re-cortar diamantes grandes en tallas menores para borrar huella, separar piedras secundarias fácilmente absorbibles por el comercio gris y fundir el oro para venderlo como metal.
Los expertos recuerdan que una red de receptación se queda hasta con el 90% del valor: el ladrón suele recibir solo un 10% del mercado legal (el “precio del silencio” que se reparte entre quienes participan en el riesgo, la conversión y el blindaje de la ocultación), pero aun así la recompensa negra puede ser superior a la de un cuadro robado, cuya pista salta en bases públicas.
El quid. El incentivo persiste porque las penas son bajas frente al beneficio y porque la joya robada, una vez descompuesta, deja pocas huellas para incriminar. Expertos proponen reclasificar el saqueo de patrimonio como terrorismo cultural (endureciendo penas y enviando una señal regulatoria).
Plus: obliga a museos a elevar estándares físicos y procedimentales, desde el control de sistemas como grúas o plataformas exteriores a, como idea disuasoria, verificar identidad de visitantes elevados a piezas sensibles, aunque esto choque con la experiencia turística y el flujo de masas. El Louvre permaneció cerrado tras el robo, recordando que más allá de la pérdida patrimonial hay un coste reputacional y operativo inmediato.
Solo funciona en la sombra. Todo en el crimen de joyas gira en torno a la velocidad: cuanto más rápido pasan a manos de cortadores y fundidores, más irreversible es el daño probatorio y más líquida la salida al mercado negro. El retraso, en cambio, eleva el riesgo logístico, multiplica filtraciones dentro de la cadena criminal, abre grietas para delaciones y devalúa el botín antes de que produzca renta.
Por eso la carrera decisiva no es tanto entre ladrones y aseguradoras, sino entre cronómetros: el reloj que marca cuánto tardan los receptadores en volatilizar la identidad de las piezas frente al que mide cuánto tarda el Estado en cerrar el perímetro y cortar rutas de fuga.
La única ventana. Si se quiere, el robo del Louvre encarna el talón de Aquiles de las joyas históricas: permiten un crimen de alto perfil con una salida de bajo perfil porque su identidad cultural es destruible a voluntad de los cacos y su valor material permanece. La paradoja es que un botín imperial puede terminar convertido en gemas menores cosidas en el forro de una chaqueta rumbo a un joyero desconocido antes de que la policía complete el primer barrido.
Siendo así, la única ventana real para rescatar el patrimonio no está en el juicio, sino en el intervalo brevísimo entre el golpe y el despiece, y una vez cruzado ese umbral, lo robado deja de existir como parte de la historia para sobrevivir solo como materia.
Imagen | Benh LIEU SONG
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Francia ha empezado una frenética contrarreloj: cada minuto que pasa es un pedazo de joya napoleónica que jamás recuperará
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por
Miguel Jorge
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