Xataka – Cada vez hay más «cyborgs humanos» caminando por el mundo. Su problema no es la ciencia: es la ley

En los últimos días, la historia de Manel de Aguas no ha dejado de dar vueltas por internet. Según ha explicado él mismo, en 2020, este joven barcelonés decidió implantarse dos sensores con los que escuchar la humedad, la presión atmosférica y la temperatura; y, gracias a esas aletas, empezó a «replantearse su identidad y comenzó a conectar con la naturaleza y otras especies». «No soy 100% humano«, titulaba directamente El Español.

Y no es difícil no ser 100% humano en el mundo actual. El mismo de Aguas comentaba cómo cosas tan rutinarias como renovarse el DNI suponía numerosos problemas administrativos. Y precisamente eso es lo más interesante de la historia. Sobre todo, porque en los últimos años no han parado de surgir experiencias biohackers, ciborgs y sociotecnológicas en sentido cada vez más amplio. ¿Qué espacio tienen todos estas nuevas realidades en el mundo actual?


Cuando la ficción empieza a hacerse (muy) real

«Creo que soy trans». Esa es una de las líneas argumentales con las que arrancaba ‘Years and years‘, la famosa serie de HBO. La joven Bethany-Bisme Lyons confiesa a sus padres el problema que la tiene preocupada durante los últimos meses/años. Los padres, gente muy abierta en materia de diversidad de género, se siente tranquilizada en ese momento. Hasta que Bethany añade que no: «no soy transexual, soy transhumana».

La metáfora no es muy sutil (Bethany sueña con ir a una clínica suiza para que la conviertan en datos y vivir para siempre en la nube), pero nos sirve para adelantar alguno de los problemas que la aparición de las nuevas tecnologías podría generarnos. No es una novedad de los últimos años, claro (el término ‘cibernética’ fue acuñado por Norbert Wiener en 1948 y los ‘ciborgs’ llevan campando a sus anchas por la cultura contemporánea desde, al menos, 1966).

Es más, si nos remitimos más atrás, muchos especialistas hablan del Homo habilis como el primer ciborg: como el primer eslabón de una cadena de animales cuya forma de relacionarse con el mundo es «la extensión artificial». Es decir, nosotros. Sin embargo, esa es la definición más básica de ciborg. A poco que nos podemos a pensar, nos damos cuenta de que hay mucho más allá. De hecho, ese «más allá» está ya entre nosotros.

Una minoría cada vez más ruidosa

El caso de Manel de Aguas es llamativo porque tiene un importante componente estético y, además, por las reflexiones en torno a cómo afecta esa alteración técnica a su identidad. No obstante, el uso de sensores biointegrados lleva muchos años encima de la mesa. En 2017, sin ir más lejos, la empresa norteamericana de software Three Square Market anunció que pondría a disposición de los empleados que lo quisieran unos implantes (del tipo Verychip) que les permitirían nuevas funcionalidades como abrir puertas, acceder a ordenadores, hacer fotocopias, pagar compras de máquinas expendedoras.

El interés parece que era fundamentalmente publicitario, pero da cuenta de cómo en los últimos años lo «ciborg» ha empezado su pequeño nicho para ir creciendo en atención. No hay duda que el caso más famoso es el de Neil Harbisson, quién nació con una enfermedad congénita que le impedía ver los colores (acromatopsia) y desde el 2004 lleva integrado un sensor en el cráneo que le permite asociar los colores a sonidos y reconocerlos de esta forma; pero no hay que olvidar que numerosos artistas y biohackers llevan años haciendo ‘experimentos’ de este tipo.

En España, por ejemplo, la artista catalana Moon Ribas lleva implantado un sensor sísmico online en la muñeca que, aparte de terremotos, le permite medir la velocidad a la que se mueven las personas de su alrededor. Y en Europa, el profesor de Cibernética de la Universidad de Reading, Kevin Warwick se implantó en 2002 una interfaz neuronal conectada al nervio mediano que constaba de 100 electrodos y le permitía controlar un brazo mecánico a través de internet.

La ley ni está, ni se le espera

Hay un viejo relato de Stanislaw Lem en el que un piloto de carreras va sustituyendo progresivamente su cuerpo por gadgets de todo tipo hasta no quedar nada de su «yo biológico». En el cuento se celebra un juicio sobre si el señor Smith es alguien o, en cambio, ya no es más que un montón de cables y cacharros. Sin llegar a ese punto, Neil Harbisson siempre fue muy consciente de que los retos tecnológicos son fundamentales, pero los legales y sociales también los son.

Él lo sabe bien, no en vano se trata del primer humano en ser «reconocido como un ciborg» por un gobierno, el Británico. Por ello, junto con Moon Ribas crearon en 2010 la Cyborg Foundation, con sede en Mataró, para «ayudar a los humanos a convertirse en cíborgs».

No han conseguido demasiados avances, la verdad. A día de hoy, muchos autodeclarados cibogrs viven en una zona gris. Y hablamos de implantes tecnológicos, pero lo cierto es que hoy por hoy las modificaciones corporales no médicas siguen siendo un tema muy polémico. Hace unos años, hablamos del caso de un estadounidense de 73 años que sufría un «desorden de identidad de la integridad corporal» y se había amputado una pierna sana. Para hacerlo tuvo que ir a un país asiático (sobre el que, en su momento, no quiso dar más detalles)

Pero lo cierto es que en esa misma historia (como en la de Manel de Aguas) vemos que en un mundo globalizado como el actual es muy difícil controlar que los ciudadanos no modifiquen su cuerpo o su genoma. Es decir, la realidad está poniendo contra las cuerdas los sistemas legales de medio mundo. Hay que recordar que vivimos en un mundo en el que ya existen personas alteradas genéticamente y, pese al parón que conllevó el escándalo internacional tras los primeros nacimientos, las técnicas están funcionando y si no tenemos cuidado pueden acabar generando una auténtica distopía en nuestra propia casa.

Imagen | Markus Spiske


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Cada vez hay más «cyborgs humanos» caminando por el mundo. Su problema no es la ciencia: es la ley

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Javier Jiménez

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